Dibuja tu país
En este ensayo, María Solana Rubio reflexiona sobre cómo el desarraigo y la confusión identitaria, problemas que están sufriendo miles de niños y niñas hoy en día en España, son el resultado de múltiples factores y desencadena una enorme violencia. Afirma que es nuestra responsabilidad trabajarnos para evitar ser cómplices de ésta.
Por María Solana Rubio
Alumna del Curso de Formación Nuevas Narrativas: Recuperando el poder del discurso social y humanista sobre las migraciones
Es primavera en el pueblo. Los rayos de sol entran por las ventanas del aula polivalente y, a diferencia del invierno, en el que nos calentábamos con un simple calefactor, ahora se está a gusto. Hace algunos meses que nos juntamos unas cuantas personas para practicar castellano, al abrigo de un proyecto de una ONG pequeña, con objetivos y perspectiva comunitaria.
De vez en cuando, entran vecinas que ya me conocen, y se quedan charlando un rato. Muchas afirman no entender muy bien lo que hacemos, pues sin las palabras “voluntariado” o “usuarios” andan perdidas, pero disfrutan con los paseos saludables o las meriendas en las que compartimos recuerdos. Muchas veces, además, coinciden con otras vecinas nuevas con las que no suelen hablar nunca, y el espacio les sirve para responder esas preguntas que, desde el desconocimiento, se hacen por dentro pero no comparten. Y a menudo, las respuestas, son mucho más sencillas de lo que parecen.
Esta tarde hemos hablado de cómo han coincidido las fechas de Semana Santa y Ramadán, y cómo la alegría, aunque por motivos diferentes, era compartida en comunidad. Luego nos hemos puesto a dibujar, y uno de los niños, Mehdi, que ha venido para ayudar con el castellano a sus amigos, ha dibujado un camello. Cuando le he preguntado por ello, me ha dicho que no ha visto ninguno en su vida, pero que, en el colegio, su profesora, le ha pedido que dibuje su país, y como no sabía qué hacer, le ha sugerido que dibuje un desierto “africano” con camellos. Pero Mehdi, le digo, ¿tú dónde has nacido? Aquí, en el pueblo, responde. ¿Y cuál dirías que es tu país?
La cara de Mehdi, en ese preciso instante, es la radiografía más cruda de las violencias a las que se enfrenta la infancia con familias venidas de otros lugares. Y no lugares cualquiera, porque inmigrantes hay muchos y de muchos lugares, pero ellos no vienen de Europa, sino de África. Y por lo visto es diferente.
Volviendo a la cara de Mehdi, frunce el ceño como intentando resolver una ecuación de las difíciles, de las que marcan el aprobado o el suspenso. En ese momento, se está imaginando como un absoluto, como un fruto de todos los estereotipos y esencialismos culturales, y se ve definido por unos rasgos culturales, los de su familia, que no casan con lo que hay fuera. Porque fuera, a pesar de los datos objetivos sobre diversidad cultural local y el intercambio diario de múltiples rasgos diferentes en todas las calles del pueblo, parece ser que solo hay blancos cristianos.
Soy de Marruecos, termina diciendo Mehdi. No ha puesto el foco en que ha nacido aquí y puede tener más de dos referencias culturales a la par. No ha pensado en la diversidad que existe en su barrio, en la vecina que les regala fruta de temporada mientras ellos le responden con pan. No ha prestado atención a que su comida preferida es la pizza que comparte los viernes con Antonio mientras juegan con la Tablet o a cómo bajan todos los amigos juntos a la feria coreando al último rapero de moda. En todo eso, que es lo común, lo que se comparte, no se ha fijado, porque ha puesto el foco en la diferencia.
Y es esa importancia de la diferencia la que ha aprendido cuando las clases de castellano a las que va su madre se llaman “español para extranjeros”, aunque su madre lleve viviendo en el pueblo veinte años. La que nota cuando va a un cumpleaños y toda la comida lleva cerdo o la que siente cuando su profesora le habla despacio y le pregunta por su país. Su país (recordemos que Mehdi ha nacido aquí y habla castellano perfectamente). Y ese es el momento en el que, para este niño, nuestro (y su) país aconfesional se convierte en cristiano, nuestra piel diversa en la más pura y blanca y salimos a la calle entre toros y sangría gritando “¡OLÉ!”. Es ese el momento en el que la diferencia se hace tangible y da pie a todos los estereotipos, esencialismos y, en definitiva, violencias que terminan en que la infancia hija de inmigrantes no pueda sentirse de aquí.
Volvemos a estar en el aula, y ante la situación, saco el material que tenemos sobre identidad cultural mixta y hablamos un rato sobre ello. De repente, aparece un contexto nuevo sobre la mesa. La magia de las palabras es así: ante un escenario donde solo puedes elegir un país cristiano y blanco u otro negro y musulmán, aparecen las palabras diversidad, rasgos culturales e identidades mixtas. Resulta que puedes sentirte de dos o más lugares diferentes y que en España siempre ha habido convivencia religiosa. Que puedes tener cualquiera de los miles de tonos de piel existentes siendo español y que puedes tener referentes culturales variados y diversos. Resulta que un país no es igual a una cultura estanca o a una religión, sino que todos los países tienen múltiples rasgos culturales y espiritualidades en continuo intercambio. Y a Mehdi se le desfrunce el ceño, porque ahora lo entiende, pero ahí fuera hay cientos de personas que aún no, empezando por la profesora.
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El desarraigo y la confusión identitaria, problemas que están sufriendo miles de niños hoy en día en España, son el resultado de múltiples factores y desencadena una enorme violencia que, por lo simbólica y ajena a las personas con el privilegio de no tener experiencia migrante, no es apenas conocida. Cuando las personas no se sienten reconocidas o representadas por las estructuras y servicios cercanos, no solo pierden el acceso a los diferentes recursos, sino al ejercicio pleno de sus derechos y la participación ciudadana, no identificándose con la comunidad en la que viven ni sintiéndose ciudadanía de pleno derecho.
Todas y todos podemos estar formando parte de esta lógica o perspectiva si no trabajamos en la deconstrucción y revisión de nuestra manera de entender y ver el mundo. Por ello, es esencial que toda institución, asociación, recurso o entidad que trabaje de cara al público haga un ejercicio de revisión, justicia histórica, realidad social y empatía, reconociendo y abordando las desigualdades que genera nuestra práctica. Solo así se podrá partir de otras lógicas más justas e inclusivas que fomenten realidades donde la diversidad no sea la excepción, sino la norma. Donde se entienda que lo normal es, precisamente, naturalizar la diferencia y buscar, partiendo de lo común, el cuidado y bienestar de toda (sin excepción alguna) nuestra comunidad.