Senegal, la vida en la calle
Por Rocío Núñez*. Participante Proyecto Kaay Redes, tras el Encuentro Intercultural en Senegal, junto a Scouts du Senegal, del 27/febrero al 8/Marzo.
A veces nos llama poderosamente la atención aquello que contrasta con nuestra cotidianidad y afinidad cultural, e incluso tendemos a verlo como exótico cuando lo que observamos se aleja de la aparente asepsia de nuestras ordenadas ciudades occidentales. Al menos, esa ha sido mi percepción durante un viaje que me ha permitido acercarme un poco al país de la “teranga” (hospitalidad) y cuya vida cotidiana se desarrolla plenamente en la calle.
Con esto quiero decir que la sociedad senegalesa “vive en la calle” y hace del espacio público un lugar de convivencia permanente. Pero no se trata solo de un lugar para la venta de productos, sino también de un espacio de relaciones e intercambios donde se comparten trabajos, tertulias, juegos, comida…, y donde el sentido de comunidad adquiere su
verdadero significado y valor. Porque más allá de credos religiosos, la tolerancia y el respeto hacia el otro están por encima de diferencias culturales o creencias religiosas.
Los senegaleses han hecho del comercio, junto con la pesca y la agricultura, una de las principales actividades del país. Diariamente, vendedores y productores locales ponen en marcha un gran despliegue comercial desde primera hora del día y las calles comienzan a llenarse de numerosos y animados mercados y puestos callejeros que se van sucediendo a lo largo de todas las ciudades por las que vamos discurriendo. De manera casi mágica, el ambiente se va llenado de colores, olores, sonidos…, y la vida comienza a bullir en cada rincón con una intensidad fascinante. Estas escenas – para ojos como los míos no acostumbrados a tal trasiego callejero-, me iban trasmitiendo una abrumadora energía vital, invitándome constantemente a pararme y simplemente, quedarme observando con detenimiento todo cuanto acontecía a mí alrededor.
Frente al “caos” visual que nos puede suponer a primera vista, por aquello de no estar acostumbrados al “desorden” urbano, observo como todo fluye y discurre con una calma y una pausa que me iban dejando pasmada. Desde la salida del sol hasta el ocaso, el ajetreo de la vida en las calles se convierte en una postal a la que resulta difícil no sucumbir. Pero a pesar de este continuo trajín, el tiempo se detiene y nadie parece tener prisa. Calles y avenidas repletas de gente, espacios atiborrados de puestos de frutas, verduras, pescados, especias, telas, artesanías y todo aquello que puedas imaginar, porque en Senegal todo se vende en la calle. Y aunque a veces parezca que es difícil deambular por esos laberintos de tenderetes abarrotados de personas, motos, coches, carros tirados por mulos o cabras que son aseadas en las puertas de las casas, todo confluye en perfecta armonía.
Desde Mbour hasta Dakar, pasando por Joal-Fadiouth, San Louis, Gandiol, Thies y la Isla de Gorée, mis cinco sentidos fueron testigos, a la vez que disfrutaron, de un espectáculo sensorial maravilloso y explosivo a la vez. El olor del pescado en la Rivera de los Pescadores de Mbour, el aroma de las especias de los mercados, el sabor de la guindilla y salsas que aderezaban todos los platos que compartíamos -y que veces nos robaban alguna lagrima de pura intensidad-, el tacto de los grandiosos baobabs con los que nos cruzábamos, el colorido de los edificios coloniales en la Isla de Gorée, la deslumbrante indumentaria de las mujeres, el color de los cayucos de los pescadores y de los destartalados autobuses, el sonido de las risas de los niños/as jugando en las calles, las voces de los vendedores que hacían del regateo un arte…
Así, podría seguir enumerando un sinfín de escenas observadas que recogen la esencia de la vida cotidiana en Senegal y que continuamente me cautivaban e inundaban de sensaciones y experiencias placenteras, e incluso en algunos momentos me trasladaban a otros tiempos en los que en mi ciudad existía, en torno a los mercados de barrio, un ambiente algo parecido a aquello que yo observaba sin descanso.
Todo ello ocurría mientras nuestros magníficos anfitriones nos acompañaban y “escoltaban” a cada paso, unos anfitriones que nos demostraron que la palabra “teranga” no se queda en una simple expresión usada para definir la legendaria hospitalidad senegalesa, sino que va más mucho más allá y que ellos, con mucho arte, llevaron a limites infinitos y aderezaron con grades dosis de música, de cariño, de risas, de saberes compartidos y de convivencia armónica durante todo el viaje.
Además, mis amigos senegaleses también me dieron una lección de vida, me demostraron estar muy encima del etnocentrismo cultural que a veces nos ciega a aquellos que creemos vivir en sociedades más desarrolladas y me mostraron que el respeto, la tolerancia, la hospitalidad, la solidaridad, la felicidad y el saber convivir no tienen nada que ver con el progreso o desarrollo de un país, sino con el profundo espíritu de grandeza de sus gentes.
Sin duda, me quedo con lo grabado en mis retinas, imágenes que suelo evocar a
menudo durante estos tiempos convulsos y que espero poder retener para siempre cada vez
que quiera disfrutar del festín de sensaciones y emociones que Senegal me regaló.